miércoles, 15 de agosto de 2007

La historia de Theodorus y Víbora

Luego de resolver el acertijo de las copas, Nolweron ofrece a los héroes contarles una nueva historia: la de Theodorus y su aprendiz Víbora. Un relato que tendrá un nuevo misterio para resolver, un misterio cuyas respuestas se encuentran en la biblioteca de Villa del Roble...

—Resulta difícil saber —empieza a contar Nolweron el bardo— qué fue lo que hizo que el Gran Maestre de la Orden Púrpura Imperial le perdonara la vida a aquel mozalbete que fue atrapado luego de que utilizara su magia salvaje para robar las bodegas de un banco de Siracusa. Mientras su banda fue condenada a muerte, el jovencito se convirtió en aprendiz de la Escuela Imperial de Alta Hechicería. La situación era extraña, tanto para los maestros del muchacho como para sus compañeros: nunca antes se había admitido en la academia a un mago profano (a quienes se les solía quemar vivos en la plaza pública), mucho menos a uno que exhibía un poder tan sorprendente a sus cortos dieciséis años.
“El joven se llamaba Numeriano de Iliria, ya que provenía de esa región. En la escuela de hechicería, sin embargo, lo conocían simplemente como “Víbora”, porque cuando su boca se abría era para lanzar palabras ponzoñosas y terribles maldiciones que siempre se cumplían. Sus compañeros lo evitaban, sus maestros temblaban ante él.
“Pero Víbora bien podría haber pasado de sus maestros: era un mago brillante que aprendía con rapidez los secretos arcanos, ya fuese con o sin ayuda. Se veía especialmente interesado en desentrañar los misterios de antiguos artefactos: consiguió replicar algunos de menor poder y descubrió los puntos débiles de otros, por lo que parecía cuestión de tiempo antes de que pasara a formar parte de la Orden de la Forja Arcana.
“Víbora viajó a los rincones más apartados del imperio para estudiar artefactos legendarios: los Montes del Destino, más allá del Desierto de Sal, donde estudió las ruinas de Taharifet, custodiadas por el monstruo de Lerna; la isla de Khyterios, en el Románico Austral, donde estudió antiguas reliquias romulenses custodiadas por los monjes helerinos; las tierras de Mitra, donde exploró las ruinas de Sardan...
“Antes de que pasara a integrar la Orden de la Forja, el mismo Theodorus mandó llamar al joven hechicero y se dedicó a instruirlo y trabajar con él. Sin embargo, Víbora no fue el único convocado: los registros de la Escuela Imperial de Alta Hechicería certifican que Theodorus mandó llamar a diecisiete magos, todos discípulos excepcionales de la escuela. Treinta años después, se vio por primera vez el castillo flotante de Horia, la morada de Theodorus. Víbora vivía con su maestro en el castillo, pero de los otros diecisiete magos nunca se supo más.
“Dicen los altos hechiceros que, de no ser por las grandes habilidades de Víbora, Theodorus habría sido incapaz de reparar y replicar muchos de los artefactos sardianos que ahora le dan la superioridad militar a Florencia. Dicen también que, de no ser por Víbora, muchos hechiceros brillantes de la Escuela de Alta Hechicería no habrían desertado o se habrían vuelto locos...
“Sea como sea, Theodorus y Víbora se convirtieron en algo más que maestro y discípulo: eran amigos. Durante años, Theodorus compartió con Víbora sus secretos y sus planes a futuro. Cuáles eran estos, resulta difícil saberlo. Tampoco es posible saber con exactitud qué secretos compartió Theodorus con su discípulos.
“¿Le dijo su verdadero nombre? Es poco probable. Theodorus nunca ha confiado lo suficiente en alguien como para compartir un secreto que podría ponerlo a merced de cualquier hechicero poderoso.
“¿Le reveló el secreto de su edad? Eso es muy posible. Víbora vivió el suficiente tiempo con Theodorus como para desentrañar el misterio de su longevidad. ¿Cuál será éste? No lo sé con certeza, pero tengo una pista que puedo compartir con ustedes...

El bardo los observa mientras coge el arco de su viola. Toca unos suaves compases y recita con voz armoniosa:

En la obra de Friedrich se puede admirar,
el mar que el mago cruzó.
Más allá de ese mar,
una tierra nueva encontró,
y un artefacto de divino valor
por siempre le transformó.
Digan cómo se llama ese mar
y tras la pista del artefacto estarán.


Apenas finaliza la música, los héroes sienten como si la posada hubiese quedado bruscamente en silencio. Nolweron y su acompañante se ponen en pie, les hacen una pequeña reverencia y se retiran. Se detiene un momento, anticipándose a las preguntas que le harán los héroes:

—Investiguen en la biblioteca del distrito Poniente. Allí encontrarán algunas de sus respuestas.

Luego les sonríe y se retira de la posada. El resto de la clientela parece haberse olvidado de él, y cuando cruza las puertas y desaparece en la noche, a los héroes también les parece que todo ese episodio no fue más que un sueño. Lo único que reverbera en sus cabezas son los últimos versos del bardo...

En la obra de Friedrich se puede admirar,
el mar que el mago cruzó.


¿De qué Friedrich estará hablando y cuál será ese misterioso mar?
Sigue leyendo...

Si yo fuera el Señor del Mal...

La batalla ha concluido. El héroe, apenas herido, besa a la chica y escapan juntos de la guarida secreta del malo maloso que murió en la más infame de las ignominias. Y nosotros, como espectadores, quedamos frustrados porque el villano no fue lo suficientemente astuto, o se confió demasiado, o tenía la destreza de un caracol borracho en la batalla final. Pues bien, aquí algunas ideas para que el Mal finalmente triunfe sobre el Bien: ¿qué haría o dejaría de hacer si yo fuese el Señor del Mal?

—Mis conductos de ventilación serían demasiado pequeños como para arrastrarse por ellos.
—Mi noble hermano bastardo, cuyo trono usurpé, sería asesinado y no encarcelado en secreto en una celda olvidada de mis mazmorras.
—El artefacto que es la fuente de mi poder no sería guardado en la Montaña de la Desesperación más allá del Río de Fuego custodiado por los Dragones de la Eternidad: estaría en mi caja fuerte.
—Cuando el líder de la rebelión me retara a un combate personal y me preguntara: “¿o tienes miedo sin que tus ejércitos te respalden?”, le respondería “no; lo que tengo es sentido común, no miedo”.
—Cuando hubiera capturado a mi adversario y él dijera: “mira, antes de que me mates, ¿podrías explicarme al menos qué es lo que pasa?”, yo le diría que no y le dispararía.
—No ordenaría a mi hombre de confianza que matara al niño destinado a derrocarme: lo haría yo mismo.
—Estaría seguro de mi superioridad: no sentiría ninguna necesidad de demostrarla dejando pistas en forma de acertijos o dejando vivos a mis enemigos más débiles para demostrarles que no suponen una amenaza.
—Uno de mis consejeros sería un niño común y corriente de cinco años. Cualquier fallo en mi plan que fuera capaz de detectar sería corregido antes de llevar el plan a cabo.
—Después de matarlos, todos mis enemigos serían incinerados o al menos desmembrados y llenados de balas. No los dejaría solos para que murieran desangrándose en el fondo de un pozo.
—Mis agentes encubiertos no tendrían ningún tatuaje o distintivo que les identificara como miembros de mi organización. Tampoco les pediría que llevaran botas militares ni ninguna prenda de vestir reglamentaria.
—El héroe no tendría derecho a un último beso, último cigarrillo o a cualquier forma de última voluntad.
—Nunca emplearía un dispositivo digital de cuenta atrás.
—Si encontrara que este último es absolutamente inevitable, lo programaría para activarse cuando llegara al 117, justo cuando el héroe estuviera poniendo su plan en marcha.
—Nunca usaría la frase: “pero antes de matarte, hay una sola cosa que quiero saber”. Simplemente lo mataría.
—No tendría un hijo. Aunque su intento muy mal planeado de usurpar mi poder fallara con facilidad, podría suponer una distracción fatal en el momento crítico.
—No tendría una hija. Aunque fuera tan bella como malvada, bastaría una mirada a la recia apariencia del héroe para que traicionara a su propio padre.
—De hecho, procuraría hacerme la vasectomía antes de iniciar mi malvada carrera del mal. Y obligaría a todas mis amantes a tomar píldoras, por si las dudas.
—Nunca usaría la frase “no, esto no puede estar ocurriendo: ¡soy invencible!”. Después de ella, la muerte es casi instantánea.
—Aunque funcionara perfectamente, nunca construiría ninguna maquinaria que fuese completamente indestructible, salvo por un pequeño punto vulnerable, prácticamente inaccesible.
—Ninguno de los sistemas de computadora de mi fortaleza funcionaría con un computador central, sino que funcionaría en red.
—Asimismo, la energía de mi fortaleza indestructible no dependería de un generador central, sino de una red de generadores interconectados que pueden funcionar independientemente uno de otro. Y no, no se produciría una reacción en cadena si se destruyera sólo uno.
—Vestiría con ropas de colores brillantes y alegres: sería mi guardaespaldas personal el que iría siempre de negro, con el rostro cubierto.
—Todos los magos divagantes, terratenientes pobres, bardos sin talento, ladrones cobardes y enanos torpes serían ejecutados en forma preventiva: esto le quitaría el alivio cómico a mis potenciales enemigos, haciéndoles desistir de su misión para derrocarme.
—No me enfurecería ni mataría a un mensajero que trajera malas noticias sólo para demostrar lo malo que soy: los buenos mensajeros son difíciles de encontrar.
—No utilizaría malvados planes que se basaran en que el grupo de héroes deba entrar a mi sancta sanctorum para poder funcionar.
(transcrita y modificada en parte de una lista de Peter Anspach)
Sigue leyendo...

martes, 7 de agosto de 2007

El acertijo del bardo

Mientras los aventureros investigaban por el paradero de Trishna Undomyanta en la Villa del Roble, un joven bardo se sentó en su mesa en la posada "El Lobo Perezoso". El bardo consiguió ver bajo sus disfraces y los reconoció como los héroes del Molodroth... ¿Quién es este extraño juglar y por qué les plantea aquel extraño acertijo?

La noche del 17 de febrero, los héroes regresan al “Lobo Perezoso” con dos prisioneros: dos hombres de la cofradía de los “Cuchillos Negros” que serán interrogados por Tip. Luego de encerrarlos en una habitación desocupada, regresan al salón principal de la posada, donde planifican su próximo paso: infiltrarse en la comisaría del distrito Oeste donde podrían tener prisionera a Trishna.
La discusión se acalora por momentos, mientras Numentarë expone su plan y Eleion lo increpa, acusándolo de irresponsabilidad para con el grupo debido a sus escapadas nocturnas y su abuso del vino. El grupo está tan absorto en sus asuntos que no se dan cuenta de que dos de los clientes se han puesto de pie y han saludado a los parroquianos, anunciando que tocarán algo de música. Sin mucho preámbulo, se sientan en el centro del salón: el hombre, un joven rubio de pelo largo, empieza a tocar una viola, mientras la mujer madura le acompaña con un gamshorn de sonido dulcísimo. Instantáneamente, los héroes dejan de discutir y prestan atención a los juglares, que mantienen a todos los clientes fascinados.

Esta es la historia de un joven huérfano en busca de su herencia, empieza el juglar joven.
El chico fue criado por un noble valacchiano empobrecido,
que había perdido a su mujer e hijos por la peste gris.
El noble crió al mozo como si de su sangre viniese,
y al morir le heredó todo lo que tenía:
una espada roída, un antiguo mapa y una llave de plata.
Fueron esos objetos de poco valor,
los que llevaron al dos veces huérfano a descubrir su verdadera herencia:
su habilidad para las artes arcanas y una marca de nacimiento,
que le llevaron donde su nuevo maestro, Granamüyr,
en las ruinas del Templo Por Siempre Ensombrecido.

Veintiún años después, el niño era ya un mago,
que recorría Terracogna haciendo amistad con elfos y salacios,
a quienes, en su madurez, despreciaría como enemigos.
Fue llamado Dragore por sus amigos,
el Peregrino Púrpura por sus enemigos.
Conoció a la bella princesa Ingrid de Valacchia,
a quien salvó del castillo de Morgus, Señor de los Cuervos.
El rey Volkrad, agradecido, ofreció al salvador recompensarle con lo que quisiera,
a lo que el joven mago contestó: “sólo pido la mano de vuestra hija”.
Ofendido, Volkrad quiso expulsar al joven de su palacio,
pero la princesa Ingrid, enamorada, escapó con él.
Siete días persiguieron los asesinos de Volkrad a la pareja,
y los encontró casados, en el pueblo de Konstanz.
Atacaron y fallaron el blanco,
matando a la mujer en lugar del hombre.
Ese mismo día, el joven mago apareció ante el trono de Volkrad,
cargando en sus brazos el cuerpo de su amada.
“Doce veces te maldigo, Volkrad de Valacchia.
Tus hijos te despreciarán, tu pueblo te odiará,
y morirás en manos de tu primogénito, quien borrará tu nombre de la tumba.
Tu primogénito también será despreciado por sus hijos,
sus súbditos también le odiarán,
y también morirá en manos de su primogénito,
quien, a su vez, borrará el nombre de su padre de la tumba.
Y así hasta que se completen doce muertes,
y tu dinastía se extinga para nunca más regresar al trono”.

Entonces el joven mago volvió a emprender su camino,
cargando a su amada muerta,
para enterrarla donde siempre cerca de él estaría.
y el rey Volkrad tembló,
sabiendo que no importaban los pocos años del Peregrino Púrpura,
ya que su maldición significaría el fin de su dinastía.

Los juglares acaban aquí su relato y los asistentes aplauden. Los héroes se quedan perplejos, preguntándose quién será ese bardo de voz armoniosa, cuya música les encoge el corazón y les acaricia los oídos.
A pedido del público, los juglares interpretan luego una balada que cuenta las hazañas de Octavius Oculumbra, Primer Tribuno de la Legión Florentina y defensor del río Estigia. El relato resulta vagamente familiar a los héroes, quienes reconocen haber participado, o al menos tener algún testimonio, de las batallas narradas en la canción. Cuando el bardo rubio canta la hazaña de cómo Oculumbra derrotó a un treant en el Valle de las Estrellas, Miarlith (quien se encuentra junto a Ylla, convertida en perro) se pone pálida, sintiendo deseos de morder al bardo y de ponerse a llorar: la batalla que el bardo relata es aquella en la que sus padres fueron muertos por la legión florentina, hace ya veinte años.
Los héroes, tensos, piensan en retirarse a sus aposentos, cansados de escuchar tantos elogios a la valentía de los florentinos. Pero cada vez que intentan ponerse en pie, la música les retiene. No pueden, o más bien no quieren irse de allí. Aunque se sienten abofeteados por el relato, los héroes sienten que nunca más tendrán la oportunidad de escuchar esa música, y eso les entristece.
Finalmente, la balada de Oculumbra termina y el público aplaude a rabiar. El juglar rubio saluda y, con amables palabras, los invita a ayudarles para poder pagar comida y alojamiento. Presurosamente, los parroquianos tienden lo que pueden entregar (algunos céntimos, unos escudos y uno que otro luciano) y lo depositan en el gorro del juglar.
La última mesa por la que pasan es la de los héroes. Éstos, confundidos, no saben si darle o no alguna moneda a los músicos. Numentarë, temiendo que el resto de la clientela se dé cuenta del desagrado que les produjo la música, da un codazo a Hathol y rebusca en su monedero.
—Tranquilo, elfo. No debes darme una moneda si no es lo que quieres.
Numentarë se pone pálido: ¿cómo pudo ese hombre ver a través de su disfraz? Nerviosos, los héroes llevan sus manos a las armas, esperando una emboscada. Pero en vez de eso, el juglar se pone a reír.
—Creo que está a punto de producirse un malentendido. No tenemos malas intenciones: no somos ni soldados de la legión, ni espías, ni miembros de ninguna cofradía, ni mercenarios contratados por Theodorus. Somos simples juglares que viajan de pueblo en pueblo cantando canciones y aprendiendo nuevas canciones para cantar. El que sepamos lo que son en realidad no nos hace enemigos, tal como el hecho de que cante lo que canto no me hace un partidario de Florencia.
Sonriendo, el juglar levanta su pelo dorado para mostrar a los héroes sus orejas levemente puntiagudas.
—Supongo que ahora entienden cómo me di cuenta de que son elfos. ¿Podemos sentarnos con ustedes? Hace mucho tiempo que no tengo oportunidad de charlar con alguien de Gallen.
Los héroes siguen tensos: ¿acaso no podría darse cuenta la gente de qué están hablando?
—Tranquilos —dice el bardo nuevamente—. Nadie está preocupado por nosotros: todos volvieron a sus comidas y sus conversaciones.
El grupo se da cuenta entonces de que ha regresado el barullo habitual de “El Lobo Perezoso” y nadie está pendiente de lo que ocurre en su mesa, como si el bardo nunca hubiese cantado. Sin embargo, los héroes siguen mirando al bardo con desconfianza. ¿Se tratará de un mestizo traidor?
—Mi nombre es Nolweron Anatolio —empieza el bardo—. Quiero ayudarles en su misión.
—Perdón —le interrumpe Eleion—, ¿cómo sabes de nuestra misión?
—¿Por qué otra razón estarían en Villa del Roble, haciéndose pasar por humanos?
Los héroes no contestan. Nolweron continúa hablando.
—No importa hacia donde los lleve su viaje: todo camino que tomen converge siempre en la misma persona. ¿Saben a quién me refiero?
Los héroes asienten.
—El destino del imperio florentino está íntimamente ligado a esta persona. Este hombre está convencido de ser el heredero de una época de oro, época que intentará revivir a como dé lugar. Está convencido de que es el último descendiente de una dinastía de reyes y que su lugar está en un trono que ha ambicionado por siglos, pero al que no podrá acceder hasta que la paz vuelva a Kraëtoria.
—¿Por qué tiene que esperar hasta la paz? —pregunta Ghoreus.
—Porque así lo ha dicho la profecía: no debe forzar su coronación si desea ser rey. Debe hacer lo que debe hacer y dejar que el río fluya como debe fluir. Y donde el río debe desembocar es en la paz entre razas.
—¿De qué profecía hablas? —pregunta Anädtheleth.
—Eso deberán descubrirlo ustedes. Por eso he venido a su mesa.
El bardo saca dos copas de su mochila: una de plata y una de oro. A continuación llama a la mesera, le pide otra copa y una botella de su mejor vino.
—Escúchenme, héroes de Gallen, conquistadores del Molodroth, exiliados de su propio pueblo. No estoy aquí para pelear con ustedes: vengo a darles pistas que les ayudarán en su misión.
—¿Por qué a nosotros? —pregunta Eleion.
—Porque son los únicos que pueden servir de nexo entre ambos mundos: conocen a su respectiva raza y han vivido lo suficiente entre los florentinos para comprender que ellos también sufren con la guerra... aunque les duela admitirlo —termina, mirando a Ylla.
La mesera regresa con una copa de estaño y la botella de vino. Nolweron sirve vino en las tres copas, luego las toma en su mano y se esconde tras su capa. Unos segundos después posa las tres copas sobre la mesa y dice:
—Sólo una de estas copas tiene una gota de ambrosía, el néctar que beben los dioses. Las otras dos tienen un veneno que torna más débil a quien lo bebe. Uno de ustedes deberá escoger una copa y beber su contenido. Si ese alguien bebe de la ambrosía, no sólo les daré una pista que les ayudará en su misión, sino que además el bebedor recibirá una bendición de los dioses. Ahora, lean atentamente lo que dice cada copa.
Los héroes se acercan a las copas. La copa de oro tiene dos inscripciones grabadas en runas enanas que dicen:
—La ambrosía no está aquí
—El verdadero nombre del maestro de Dragore es Az-Dahak
La copa de plata tiene dos inscripciones grabadas en runas élficas:
—La ambrosía no está aquí
—La ambrosía sí que está en la copa de estaño
La copa de estaño tiene dos inscripciones en latín:
—La ambrosía no está en la copa de oro
—El verdadero nombre del maestro de Dragore es Nivggorod
Nolweron observa a los héroes, quienes, atónitos, intentan descifrar el significado de esas afirmaciones.
—Ninguna de las copas tiene más de un enunciado falso. Ahora, ¿en qué copa está la ambrosía y quién se atreverá a beberla?
Sigue leyendo...